sábado


Cine por el mundo: CINE PERSA

En Irán el cine conquistó su legitimidad (a juicio de los creyentes) con la revolución de febrero de 1979. Antes de esa profunda transformación política, consecuencia del descontento popular frente el régimen del shah y que desembocó en una “república islámica” bajo la égida del ayatollah Rutollah Jomeini, el clero siempre había estigmatizado el séptimo arte.
El cine apareció en Irán a comienzos del siglo XX. Desde la apertura de las primeras salas en Teherán, en 1904, los religiosos manifestaron su oposición. Varios cines fueron incendiados con consecuencias a veces dramáticas: en agosto de 1978, en Abadán, 400 personas perecieron en el Rex. La sala de cine, símbolo del Occidente ateo y lugar de reunión popular que competía con la mezquita, era vista por los mollahs como una amenaza directa contra su autoridad. Además, el cine aparecía como blasfemo, pues mostraba imágenes de mujeres sin velo y, más tarde, escenas de baile con acompañamiento musical.
Los creyentes fanáticos no podían admitir la representación iconográfica del ser humano: sólo Dios es el Creador y el que da forma a los seres vivos. Toda representación figurativa está ausente de la ornamentación de las mezquitas, sobre todo en Irán. Sin tradición de expresión artística visual (con excepción de las miniaturas de los siglos XIV y XV), las representaciones “imaginativas” pertenecían a los escritores, fundamentalmente a los poetas.
Si bien el séptimo arte produjo, entre 1930 y 1979, unas 1.100 películas de ficción proyectadas en 420 salas, lo cierto es que no tenía la más mínima legitimidad a juicio de los ayatollahs. Los hijos de las familias más estrictas sufrían incluso castigos corporales si iban al cine. Ahora bien, con la llegada de Jomeini al poder se produjo un vuelco muy extraño.
De la noche a la mañana, el cine pasó a interesar a todo el mundo, incluso a los religiosos. El nuevo régimen decidió que necesitaba un control muy fuerte sobre la sociedad y se lo apropió, confiscó la imagen. La propia representación del poder se hizo omnipresente en la televisión, periódicos, carteles o cines. El séptimo arte, bendito y purificado de ese modo, fue legitimado. En cambio, el cine extranjero, contrario a los valores islámicos, fue prohibido. La producción iraní pasó así a reinar sin rival en el territorio nacional.
Desde su exilio en Francia, el ayatollah Jomeini había cobrado conciencia del papel de la imagen como instrumento eficaz de propaganda política. A su regreso a Teherán, descubrió en la televisión el filme de Dariush Mehrjui, La vaca (1969). En esa película, de un cierto realismo, el realizador evoca la vida difícil de unos campesinos modestos en un pueblo aislado, donde uno de ellos se identifica, tras la muerte del animal, con la vaca que era su único bien. Esta ficción inspiró al jefe religioso un discurso acerca del papel pedagógico del cine.
Desde el primer año de la revolución, todos los órganos del Estado se pusieron al servicio de ese arte a fin de crear un “cine islámico”, que debía ir por “buen camino”. Paralelamente, otro cine, que se situaba en la tradición de las películas de calidad anteriores a 1979, nació dolorosamente. En razón de una censura implacable, algunos cineastas crearon un lenguaje que eludía los tabúes y se inspiraba en la realidad cotidiana y en la poesía persa. Lograron imponerse gracias a su frescura y enfoque inocente.

Kiarostami, el pionero
La cabeza visible de este nuevo cine, Abbas Kiarostami, uno de los fundadores del departamento de cine del Instituto de Desarrollo Intelectual de los Niños y Jóvenes Adultos, creado en 1969, se opuso con la cámara a los preceptos cinematográficos de Jomeini. En el momento en que Irán e Irak se preparaban para una guerra particularmente cruenta (1980-1988), el nuevo régimen, tras pocos meses de una democracia incipiente, se endureció. A fines de 1979, en este contexto sombrío, Abbas Kiarostami rodó Alternativa 1, Alternativa 2, alegato contra la delación. En el filme, se valió de testimonios de personas de diversas clases sociales, incluidos unos religiosos que evidenciaban su incompetencia. Un panfleto tan directo y eficaz, que fue prohibido de inmediato y aún no ha sido autorizada su proyección. Pero Kiarostami, que se declara realizador laico, había puesto en marcha una maquinaria temible para el régimen.
En sus películas criticó el control de los mollahs sobre la sociedad. Arremetió contra el lavado de cerebro de los niños en Mashgh-e Shab (Deberes, 1990). Luego, con Ta’m e guilass (El sabor de la cereza,1997), abordó el suicidio, contrario a la ley islámica, cuyas causas hay que buscarlas en Irán en una cierta desesperanza de la población frente a una sociedad bloqueada. Y aludió a la improbabilidad del Más Allá en Bad ma ra khabad bord (El viento nos llevará,1999).
No es el único realizador que se interrogó sobre la sociedad iraní. Bahram Beyzai, en Bashu (1987), denunció las terribles consecuencias de la guerra santa contra Irak, al igual que Mohsen Majmalbaf en Arousi-ye Khouban (La boda de los bendecidos,1989). Amir Naderi evocó la actitud de las autoridades frente a los desaparecidos, al comienzo del conflicto. Presentó una lectura diferente de la cuestión en La Recherche 2, película que nunca ha podido estrenarse. Ese realizador fue el primero desde la revolución en dar papeles principales a los niños en Davandeh (El corredor,1985). Desde entonces se convirtieron en los “actores” fetiches de este cine.
El tema está de actualidad, pues en Irán se registra una explosión demográfica espectacular. En veinte años, la población casi se ha duplicado y cerca de la mitad de los iraníes tiene menos de 20 años. Los realizadores parten del adagio que asegura que “la verdad sale de boca de los niños” para abordar la realidad a través de sus ojos.
De ser un cine de ensueño inspirado en parte en las series B egipcias o indias, el cine iraní se ha lanzado por un camino que se halla entre el “neorrealismo italiano” y la “nueva ola francesa”. Hace tabla rasa de los tabúes y dice lo que no anda bien en Irán. Y lo que es peor, en opinión de los mollahs, seduce a los turiferarios del régimen. El caso más espectacular fue el de Mohsen Majmalbaf. Puro producto de la contestación que marcó el final del reinado del shah, fue liberado al triunfar la revolución de 1979, tras cuatro años de prisión. Se implicó a fondo en el nuevo régimen y dirigió el Centro artístico islamista del teatro, un organismo de propaganda, pero luego quiso hacer cine. Majmalbaf, que gozaba de la confianza total de las autoridades, rodó Dastforoush (El buhonero,1987). En él criticaba el régimen denunciando las “mentiras de la mezquita”. Fue interpelado por los periodistas: “Majmalbaf, ¿en qué te has convertido? ¿Te has apartado de la línea?”. Respondió: “Descubrí el cine y eso cambió mi visión del mundo.”
Durante una estancia en Europa, Les Ailes du Désir (El cielo sobre Berlín) de Wim Wenders le impresionó hasta tal punto que, de regreso a Irán, pronunció palabras blasfemas. “Si Dios envía un nuevo profeta, será Wim Wenders”, declaró. A todo esto, rodó una película que contradice algunos dogmas de la nueva sociedad. Nobat e Asheghi (Tiempo de amor,1990) muestra la relación de una mujer casada con su amante. Contra toda expectativa, esa película fue exhibida en el Festival de Teherán y atrajo a muchos espectadores a las pocas proyecciones autorizadas. Este episodio costó el cargo al entonces ministro de Cultura y hoy presidente del país, Mohamed Jatamí.
1990 marcó una nueva etapa. Occidente descubrió con sorpresa, en los festivales, otra imagen de Irán. Su cine habla de cosas sencillas: la amistad, la tolerancia, la solidaridad. Y así se inició el periodo de las distinciones y los honores. “Antes Irán explotaba petróleo, alfombras y pistachos. Ahora hay que añadir películas. Irán exporta su cultura, y eso es bueno”, declaró Kiarostami, que en 1997 obtuvo la Palma de Oro en Cannes por El sabor de la cereza. En 2000, una vez más en Cannes, el cine iraní fue galardonado con tres recompensas: una otorgada a la hija de Majmalbaf, Samira, de 20 años, la laureada más joven de la historia de ese festival por Takhté Siah (La Pizarra) y la Cámara de Oro a Bahman Ghobadi Zamani Barayé Masti Asbha (Estación para la embriaguez de los caballos, 2000) y a Hassan Yektapanah (Djomeh).
En Irán existe hoy una auténtica cantera. Unos veinte cineastas de talento, como Kiarostami, Majmalbaf, Jalili, Mehrjui, Beyzai, Forozesh, Naderi, Panahi..., realizan 15% de las sesenta películas que produce anualmente el país y aprovechan las divergencias entre los distintos organismos estatales para ganarse un espacio de libertad. Por primera vez, una ficción, El círculo, presentada en el Festival de Venecia 2000, donde ganó el León de Oro, abordó el tema de la prostitución, totalmente tabú hasta ese momento en la República Islámica. Esta película excepcional de Jafar Panahi, de 40 años (agraciado ya con la Cámara de Oro, en Cannes 1995, por Badkonake sefid, El globo blanco), fue realizada sin presentar el guión a censura. Dicha voluntad de ir siempre más lejos existe también entre los escritores o los periodistas, algunos de los cuales fueron asesinados o encarcelados en 1999. Con dificultades, las realizadoras han conquistado también su lugar detrás de la cámara para tratar de la condición femenina: así, Rajshan Banni-Etemad, Tahminé Milani y otras diez más se afirman en esta sociedad “macho-islamista”. Irán ha adoptado esta imagen contemporánea que es la imagen cinematográfica. Documental o de ficción, la imagen se ha liberado y forma parte de la vida cotidiana de la población. Todo iraní siente el hechizo de la imagen

Aprovecho la oportunidad para publicar el titulo de una obra que estoy preparando para el festival online llamado “Directed By” (por cierto anuncio desde ya, no será tan buena ni emocionante como mi anterior obra):

El Sol de Palas (la anatomía de la vejez)

No hay comentarios: